Hay en todas las diversas manifestaciones, ya sean individuales o colectivas, de las que ha formado parte el músico Alber Solo un rastro común dejado por las huellas del blues. En ocasiones éstas pueden haber llegado a quedar casi sepultadas, por ejemplo como consecuencia del ánimo impetuoso y rotundo del que hacía gala la banda de punk-rock Star Velvet Revolution; mientras que en otras, por el contrario, emergían con clarividencia aupadas por un brioso y contundente crisol de influencias, definición perfectamente aplicable al proyecto Downtown Losers. De lo que no cabe duda es que existe una innata querencia en el compositor catalán para, bajo la manera o la intensidad que requiera cada momento, depositar una rúbrica con un trazo apegado a dicho género.
Si nos circunscribimos a su proyecto más personal, el que firma con su propio nombre y que con el actual acumula tres trabajos, la presencia de dichos sonidos tienden a quedar integrados junto a un ramillete de variadas referencias que responden a una relación familiar común, siendo todas ellas brazos de lo que podíamos denominar un mismo árbol genealógico, aquel que reúne a su alrededor a antecedentes y continuadores de esa primigenia tradición. Toda una estirpe de ritmos que en su actual trabajo se conjugan y alinean con exquisito gusto para, además de albergar un variado y talentoso mapa musical, confeccionar al mismo tiempo un relato de fotografías que recogen tanto el sentir inestable y turbado como la necesidad de hacer frente a ese crepúsculo existencial.
Refiriéndonos a lo que supone el cuerpo global de este álbum, destaca especialmente por haber encontrado un clima para su puesta en escena mucho más orgánico y natural que en predecesoras oportunidades, lo que conlleva que cuando acomete momentos donde se prioriza su aspecto más cálido, dicha representación resulte especialmente embriagadora, obteniendo por el contrario un efecto punzante y crudo cuando el termómetro oscila hacia paisajes mucho más eléctricos y furiosos. Un fluctuante baremo emocional que deriva en un trabajo marcado por una diversidad de ambientes capaz de transmitir el fiel reflejo del particular latido con que avanza cada canción, a veces tierno y acogedor y otras encolerizado. Como la vida misma.
Un elemento de fuerte pujanza en la ecuación de ritmos que propone el disco es la alta presencia del componente funk, y no tanto como género específico, que también, sino como un ingrediente que aporta una penetrante vibración a aquellas composiciones en las que aparece. De ahí lo significativo que resulta un inicio como “Satisfacción”, una oda a recobrar el “groove”, con todo el sentido simbólico que acarrea, escoltada de afiladas guitarras a lo Otis Rush que se contraponen a una interpretación en falsete, estrategia vocal siempre sinónimo de delicadeza. Un aspecto todavía más patente y arraigado en “Sensaciones”, haciendo de su cariz evocador y sugerente, donde declara la guerra a ese estado de acorralamiento que tantas veces se cierne sobre el individuo, un elegante acomodo entre los márgenes del blaxploitation, lo que nos puede remitir desde Curtis Mayfield a Prince, o en la intimista “Nueva fe”, explícito título en su ruptura de viejos caminos, vestida con las mejores galas pertrechadas por Booker T. & The M.G.’s.
Pero no olvidemos en ningún momento que estamos ante un álbum, por muy heterodoxo y gozoso por acumular sensibilidades que se sienta, de blues, y eso incluye por supuesto venerar a ciertos dioses de las seis cuerdas, como Jimi Hendrix, al que llevará hasta su extremo más hardrockero en una “Imágenes de luz” coronada por un épicamente melódico estribillo o ensalzará su figura por medio de la bellísima “Haciendo mi propio estilo”, que se podría catalogar como la particular “Little Wing” del autor catalán. Y todavía va a haber espacio para aumentar los niveles de distorsión en un tema homónimo de árido sonido, propiedad de ZZ Top, Hound Dog Taylor o incluso perfectamente asumible en el repertorio de pasados proyectos como los ya mencionados Downtown Losers. Un esqueleto sonoro que solo nos podía conducir a ese paisaje que se avista cuando se está tocando fondo. Tampoco quedarán excluidos del repertorio aquellos díscolos pero entrañables herederos de los sonidos negros, llámense rock and roll, idóneo por su canallesco lenguaje, derivado por igual de los Stones, Burning o Status Quo, para señalar el escenario como paraíso liberador en “Guitar Man”, o servir bajo trepidante y dinámico rhythm and blues un alegato inflamable como “El fuego”.
Siendo la música, o por lo menos aquella que merece la pena ser tomada en estima, un fiel reflejo de la propia existencia, resulta lógico que ambas se codifiquen entorno a la sucesión de nuevos pasos consistentes en reinventarse como forma de oponerse a los escollos, sin que eso suponga, dentro de lo posible, abandonar la propia esencia de lo que uno aspira a ser. En ese sentido, “Esperando a que baje el sol”, resulta una estupenda manera de mantener a buen recaudo el incorruptible ADN “bluesero” que define a Alber Solo pero sabiendo encontrar el modo de agrandar su resonancia a partir de citarse con otras influencias de natural entendimiento. Porque nunca, y menos en estos tiempos, desafiar a las adversidades se ha tratado de una posibilidad, sino de una necesidad inherente al ser humano en su búsqueda por sobrevivir y renacer más fuerte.