El escritor Ben Amí Fihman (Caracas, 1949) ha compartido con otros oficios —edición, crónica periodística, diplomacia por accidente, «pan y circo»— la publicación de los títulos Mi nombre Rufo Galo, Las voces de Orfeo, Los recursos del limbo, Los cuadernos de la gula, Carne y hueso, Boca hay una sola, La quimera del norte, El espejo siamés y Segunda mano. Después de estudiar trabajosamente cine con Scorsese, se dio a conocer al gran público en Venezuela con una columna gastronómica semanal que mantuvo en el diario El Nacional entre 1982 y 1989, y fue el fundador y director de la revista de gran impacto, Exceso, actividad que ejerció de 1989 a 2007, cuando trasladó su residencia a la capital francesa. Integró por breve tiempo el manchón y la gerencia de la publicación trimestral Médias, vinculada con la organización Reporters sans frontières, que representara en Venezuela hasta los inicios del régimen chavista. Ya a mediados de los setenta había fundado y dirigido en la misma ciudad de París L’Oeil du Golem, revista de literatura fantástica en la que colaboraron autores como Julio Cortázar, Hubert Haddad, Georges-Olivier Châteaureynaud y Ednodio Quintero, entre otros.
“Tres escritores se reparten las páginas de este volumen de crónicas organizadas alrededor de las entrevistas que Borges, Cioran y Bashevis Singer me concedieron ante unos magnetó- fonos portátiles en la segunda mitad del siglo xx. El censo de algunas de las peripecias sufridas en el afán de conseguirlas, y el recorrido que, al menos en uno de los casos, describieron después de salir a la luz pública, les dan un bouquet denso y atractivo, así espero.”
¿Y el pie de foto de la portada va aquí, en mitad de la con- traportada?
Sí, efectivamente: se llamaba José Antonio Arcocha y actuó de simple y desinteresado mensajero aquel día. Era un treintañero cubano, poeta, pero de carácter rudo, que atendía en exclusiva la sección de libros en español de Rizzoli. Desde ese rincón, entre los anaqueles de madera maciza, el exiliado controlaba el pulso de la literatura latinoamericana contemporánea con pie de imprenta —seleccionarla y exhibirla figuraba entre sus funciones— y contabilizaba el tránsito de sus protagonistas hipostasiados en las aceras de la Quinta Avenida, que entraban a curiosear o a verlo con conocimiento de causa. Grafómanos de toda calaña: grandes, pequeños, diminutos y en ciernes. Bajo estricta vigilancia —suya, de la más oficial de la CIA o de la familia Rockefeller—, bromeaba con absoluta convicción. Faro, alcabala, mirador o trinchera, según el caso, de esa esquina de prestigio, en la calle 56.